Diciembre 28 de 2005
Ahora entiendo por qué la demanda de Kamel Nacif contra Lydia Cacho fue presentada en Puebla y no en Quintana Roo, donde ocurrieron los hechos que documenta la demandada, o en el Distrito Federal, donde fue publicado el libro que "difama" al demandante. Si usted sospecha que el empresario tiene comprada a la justicia en una entidad donde la corrupción no permite la separación de poderes, deseche semejante hipótesis. Las conspicuas referencias a una red de complicidades en las cimas del poder no son más que chismes, historias truculentas o teorías especulativas. Aquí se trata de justicia divina. De ahí que la demanda en cuestión fuera presentada en el Misterio Público Especial para Delitos Electorales, según reza el membrete del tribunal. Por supuesto es un error. El nombre correcto es Misterio Privado para Delitos Sexuales. Las verdaderas aberraciones del caso están contenidas en el libro de Lydia Cacho.
Diciembre 21 de 2005
"¡Vimos unos pavos tan grandes que parecían guajolotes!", gritó Paquita corriendo desde la puerta de la casa hacia las enaguas de su abuela en un arranque de euforia, antes de tropezar con una muleta y caer al suelo redonda como era. Unas gafas de miope continuaron la carrera de la niña hasta los pies de la anciana, que reaccionó con un paso torpe y las hizo añicos. "¡Ay, escuincla, escuincla, qué tonta eres!". Paquita se puso a gatear palpando a ciegas el piso. "¡Mis lentes!", exclamó apenada, "¡mira cómo quedaron, ya no sirven!" Entonces entró su madre y tropezó también con la muleta. Una bolsa y varias cajas para regalo cayeron al suelo, por donde rodaron esferas brillosas y quedaron esparcidos foquitos chinos. La abuela tropezó por su cuenta con el cable de los foquitos y cayó encima de Paquita, que soltó a llorar. Este alboroto alarmó al viejo Rufus, que a su vez alarmó a toda la vecindad. "¿Qué pasa?", preguntó el papá de Paquita, caguama en mano, al tiempo que pateaba las cajas y las esferas y pisaba los foquitos. "¡Cabrón borracho!", gritó la mamá, levantándose con obesa dificultad. "¡Mira lo que haces, inútil, holgazán, lárgate de aquí!" Y como Paquita seguía llorando, el perro no dejaba de ladrar. "¿Qué pinche desmadre es este?", insistió confundido el papá mientras la abuela se incorporaba con artrítica lentitud. "¡Los foquitos, las esferas, hasta la estrella, todo está roto!", lamentó la mamá (y le mentó la mamá al papá) recogiendo el tiradero. "Solo por eso no te va traer nada Santa Clos", sentenció la niña, con hondo rencor. "¡Chingue a su madre Santa Clos!", espetó el papá. "¿Cuándo le he pedido algo a ese pinche gordo acolchonado y con barba de algodón; ese pendejo que se ríe de todo? ¡Yo no le pido nada a nadie; mi dinero me cuesta embriagarme, y ultimadamente váyanse las tres al carajo! No es cierto, mijita; no chilles. ¿Qué les pasó a tus lentes? Papá te va comprar otros... cuando le paguen esos ojetes de mierda, pero mientras, ¡tengan, culeros, tengan pa' que se entretengan!" Y estrelló la botella contra la pared, y el estrépito alteró de nuevo al viejo Rufus, que primero ladró enloquecido y después acompañó en el mismo tono un llanto a tres voces.
-Eso es lo único bueno de la Navidad: la chela Noche Buena. ¡Ah, qué buena es la noche con esa chela! ¡Hip! Miren a dónde vino a parar esta pinche muleta, puta madre, hasta dónde vino a dar.
Paquita distinguió a través de las lágrimas, como en un sueño con miopía, la difusa figura de su padre levantando la muleta para regresar cojeando a la sala y caer en el nacimiento. Allí pasó la noche el señor, entre figuritas de barro, sobre musgo y heno. Ese año tampoco cenaron pavo... ni guajolote.
Noviembre 13 de 2005
Si me van a operar de la cabeza, que por lo menos no me extirpen el sentido del humor.
Emilio Ebergenyi
Recuerdo que hace años Emilio Ebergenyi leyó un artículo sobre el sueño y en su lectura comenzó a bostezar y terminó roncando. Luego de roncar unos segundos siguió leyendo el artículo y bostezando, hasta interrumpir la lectura de nuevo y roncar otra vez. Lo hizo unas cinco veces con variaciones y después comentó que acababa de llamar su mamá a Radio Educación, muy preocupada.
Recuerdo otra ocasión en que leyó una nota sobre el paulatino acercamiento entre las costas de Japón y las de China. Cuando estos países terminen juntos, vaticinó, se cumplirá el deseo de todos los niños: que los cacahuates japoneses vengan envueltos en papel de China.
Recuerdo también que una vez entrevistó a la representante de un grupo de bailarinas sobre su próxima exhibición. Entre otras cosas, "habrá antojitos", anunció la entrevistada. Sí, dijo Emilio, "los antojitos serán las bailarinas".
Noviembre 11 de 2005
La noticia sobre la muerte de Emilio Ebergenyi me consterna, me conmueve, por muchas causas. Aunque me hacían enojar sus comentarios despectivos y racistas y algunas de sus actitudes y todos sus dislates, tengo algo qué agradecerle. Fue una presencia indiscutible, innegable, en mi vida. Fue una voz identificadora y emblemática de Radio Educación, de Canal 22, de la Hora Nacional. Fue "padrino" de mi padre con la difusión de los Hermanos Rincón en Reduca. Me entrevistó en 1988 cuando publiqué la revista Ollinmecah. Después quise entrevistarlo yo para la Revista Mexicana de Comunicación y decirle: "me llevas quince años, me entrevistaste hace quince años y ahora yo te entrevisto a ti". Pero no se me hizo la demostración cronológica, así como tampoco se me hizo un diálogo más maduro. En 1997, nueve años después de nuestro único encuentro, se refirió a mí al aire (¿a mí o al aire?) como un "compañero-colega", cuando envié mi primer reporte sobre Loxicha. Cinco o seis años después le pedí su dirección electrónica para hacerle unas críticas y respondió que NUNCA daba su dirección electrónica.
-¿Entonces para qué madres la tienes? -le pregunté.
-Mejor déjate caer un día en la estación y nos vamos a tomar una chela, hombre.
-Mejor dáme tu dirección electrónica para hacerte pedazos y, si aguantas vara, nos vamos a tomar una chela, hombre.
Pero no me dio su dirección ni le hice mis críticas ni nos tomamos la chela. Y por alguna razón, su muerte me duele, me toca fibras sensibles.
"Seguiremos adelante", escribí cuando murió mi entrañable y extrañado amigo y colega y compañero de lucha Francisco Cabrera. "Por el mismo camino", agregué con panfletaria falta de originalidad. "No sé qué decir", escupí cuando murió Lucía Esparza, otro ser insustituible. "No digas nada", me escupieron de regreso.
Mi mamá está en este instante en Gayosso porque ha muerto su amigo Nacho, y una hermana suya, que también es mi amiga, está agonizando. Un aire funerario nos asecha.
Mejor intento un saludo solidario, cálido, sincero, a Hilda Saray, compañera de Emilio y locutora de envidiado prestigio, "una encantadora de serpientes", como creo que le dije.
Adiós, Emilio. Recuerdo la despedida que escribiste para tu padre cuando se fue, pero yo soy incapaz de escribir algo semejante.
Hasta siempre. Vaya pues
Noviembre 10 de 2005
Una foto me inspiró. Una foto y mi fenómena memoria que funciona en la cama cuando no consigo dormir. Además, ninguno de mis dos costados resisten más de dos horas acostado, así que mejor me levanté a escribir.
"Su desnudez no impidió que la sangre brotara y fluyera y la emparara toda. Sus lágrimas tampoco impidieron que otros ojos salieran de sus órbitas"
¿Órbitas? No, mejor no.
Desde el aparato de sonido, llegó a mi cerebro (lo que queda) la entrañable presencia de Joan Manuel Serrat.
Tu derrota es la mía
y mi fracaso tu quebranto, mujer.
Mía es tu ruina,
tuya mi agonía.
Tan solo somos un par de perdidos
que no tienen nada que perder.
Y sin embargo,
o tal vez por eso,
donde más duele
nos damos los besos.
Y entonces sonó el teléfono. Era una voz sensual-erótica-cachonda-espontánea y... muy bien entrenada.
-Hola, Iván. Podemos vernos ahora. Estoy en Coyoacán, a unas cuadritas de tu casa y, en serio, te necesito.
-¿Me necesitas y estás de ganga? Chale. Yo no necesito a nadie. Necesito soledad, privacidad. Hablemos otro día... muy otro, por favor.
Y seguí escribiendo.
"La belleza no impidió que la violencia hiciera de las suyas y llegara hasta sus últimas, que es el suicidio compartido. Entre la acumulación de odios y rencores estaban los celos, las envidias y la absoluta incomprensión. Una sombra en la pared descuartizaba, destripaba a los niños".
Y en ese momento sonó de nuevo el teléfono.
-Qué onda, Iván. Te he enviado ocho mensajes y no has contestado ninguno. ¿Qué opinas de lo que planteo, lo que te propongo?
-No opino nada y, la neta, hablemos otro día, por favor.
Y Serrat siguió tupiéndome el cerebro... digo, lo que queda.
A sangre y fuego,
te parto el alma
y me mato luego.
Por lo que seguí escribiendo.
"La maldad justificada (y mal tratada por algunos "escritores") estaba en su momento estelar, rompiendo todo, pero se detuvo ante la perfección destrozada. La detuvo también esa repentina sensación de culpa, de remordimiento, de arrepentimiento, que nos invade a veces cuando alguien pone frente a nosotros un espejo y nos encontramos de pronto con el monstruo que somos, o vemos el otro lado: la fragilidad de la víctima. La bestia respiraba hondamente cuando tocaron a la puerta".
Y sonó el estúpido teléfono.
-Qué pedo, pinche Iván. Acabo de terminar un libro y abrí una botella de vino. Baja a echarte un drink.
-No mames, Carlos. Hoy no y mañana tampoco.
Y continué.
"Abra la puerta o la tiramos. Señora, ¿está bien? ¡Claro que no está bien, desgraciados cobardes! Derriben esa puerta. Parece que tienen miedo. No, no, es que no podemos, no está permitido".
¿No está permitido?, preguntó mi otro yo.
Y sonó el teléfono.
-Hola, Iván. Nomás quiero saber cómo estás.
-Hola, jefe. Estoy bien dentro de lo posible. No te preocupes demasiado y (tampoco me chingues) hablemos otro día. Sale, adiós.
Y en el aparato de sonido, mi paradigmático Joan Manuel.
No tendré piedad de ti,
no tendré piedad de mí,
morir matando,
matar muriendo.
El simulacro de asesino descubrió que era el papá de sus hijos y... yo descubrí que no sirvo para escritor. Mi vocación es la de asesino. Punto. Se acabó.
Además entró una puta llamada más.
-No puedo darte nombres, para lo violento que eres, pero sucede que matamos al "polis".
¡Esa era la llamada que esperaba! Carajo. Por fin podré dormir.
Es así que decidí mandar mi (intento de) escritura al caño, desconectar el teléfono y regresar a la cama.
Pero volví a pensar en la foto que me inspiró. Esa foto da para otra "historia" (como dicen los periodistas gringos y los imitadores mediocres). Mejor escribo pornografía y, en una de esas, me hago rico, digamos, como Anne Rice.
Y Serrat siguió machacando... para mi íntima fortuna.
Callejón sin salida:
así es esta malsana realidad.
La mujer de la foto supera mi creatividad literaria, si es que podemos llamar así a estos delirios etílicos, y ya, mejor regreso a la cama (y después al periodismo, chigao, porque de algo tengo qué vivir), pero el teléfono, aun desconectado, sonó otra vez. Y obviamente, ya no contesté. ¿Por qué soy tan solicitado, si no tengo nada de bueno? Soy malo, muy malo, soy tan malo que...
Me necesitas y te necesito,
como la confesión necesita al delito.
Sueño contigo
como la muerte sueña con alguien vivo.
...necesito dormir
Noviembre 9 de 2005
Ayer regresé, después de muchos años, al "bar de mis pecados", y ella y yo nos vimos de nuevo, platicamos otra vez, nos echamos juntos un traguito, nos tocamos como antes, nos besamos como siempre y nos fuimos de allí, desde luego, y nos hicimos mucho más, "mucho más que dos", al menos por un momento, un instante, un rato, un último trozo, un gajo insuficiente de la noche, quizás el mejor posible, quizás por aquello de la entrega en la agonía y su intensidad, su sinceridad, su autenticidad, quizás desde que no pude resistir el lejano contacto de sus ojos y la transmisión de su mensaje: "nadie nunca se casa con la eternindad, ni los vampiros, por favor, amor, renuncia hoy a la eterna soledad y mañana regresas a ella".
Más que una provocación, fue la insistencia de su mirada, su encuentro con la mía, el hechizo de sus ojos, el brillo de su sonrisa, la expresividad espontánea de sus labios, carnosos y acuáticos, húmedos de saliva y cerveza, diciéndome te quiero, quiero todo contigo, vámonos de aquí... Fue la seducción de su voz y el hecho de que llevara un vestido minúsculo y transparente, y tuviera un busto acanelado, tan grande como el escote. Fue la presencia de sus hombros y sus muslos, tan suaves y desnudos como ejercitados, y la redonda opulencia de sus nalgas; fue el olor de su deseo y la acumulación del mío...
La neta es que, si no fuera más que fantasía, la correría de mi cama, porque me urge cambiar las cobijas y las sábanas.
Noviembre 4 de 2005
Olvidé desconectar el teléfono antes de caer en la cama y alguien llamó esa noche con singular insistencia, pero mi patética y deprimente abulia impidió que me levantara. Después de algunas horas de insomnio y angustia, pensando en la donación de órganos tales como un colon inflamado y adolorido, un hígado inflamado y amarillo, lacerado, mal cicatrizado, un corazón infartado y con soplos en abundancia, un cerebro delirante, lleno de visiones, unos ojos débiles, unos huesos porosos, una dentadura orificada, un esófago irritado y unos músculos fláccidos, mejor me levanté y fui corriendo al baño para vomitar, y al vomitar comencé a llorar y confundí mi llanto con el de un niño que pedía "un traguito, por favor, uno nomás". En el escusado había una mano y, por increíble que suene, no entendí que era mía. En el regreso a la cama escuché música en donde dejo la computadora (prendida). Sigo teniendo buen oído, así que alcancé a escuchar la música salir de unos audífonos. También sigo teniendo buen olfato, así que recibí un tufo a marihuana y alcohol barato. Había otro olor en el ambiente, pero mis sentidos no daban para más, así que prendí la luz y mi mayor sorpresa fue que no me sorprendiera ver a un tipo masturbándose. "Tómalo con calma", dijo con voz experta en causar repulsión. "Nomás termino y me voy". Tomé una de las botellas vacías que abundan alrededor de mí, pero las manos y las piernas me temblaban. También me temblaban los labios, y el tipo escupió una carcajada. "Tómalo con calma, te digo". Este imbécil me parece conocido, pensé. Por supuesto. ¡Era George Wácala Bush! Entonces recordé que el asesino de la calle Morgue era un gorila. ¡Qué curioso! Y un niño lloraba en la calle. "Un traguito, por favor, nomás tantito". El teléfono sonó de nuevo y al contestar: "Qué pedo, güey, ¿estás delirando de nuevo?, ¿necesitas un valium o, de plano, llamo a la ambulancia".
-No llames a ninguna ambulancia; llama a una patrulla para recibir a balazos al primero que toque mi puerta.
-De acuerdo, güey, mejor te dejo en paz, pero te oyes (y te oímos todos) bastante mal.
-Gracias por preocuparte, pero no vuelvas a llamar.
"¿En qué estábamos?", le pregunté a Bush, y en su puesto había una gallina. ¡Chale! ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando aquí? Y el estúpido-histérico animal batió de mierda la cuevita en donde vivo. No dejó huevos de oro ni huevos de plata ni de cobre; dejó mierda, plumas y más mierda.
Entonces regresé a la cama, maté a una mosca, a una cucaracha y dormí una hora.
Noviembre 2 de 2005
Hace unas semanas, quizás meses, Hilda Saray comentó en Radio Educación que los escritores suelen tener vidas interesantes, así como hay personajes interesantes pero incapaces de escribir una línea. Ahora escucho desde "el más allá", también en Radio Educación, a Jorge Luis Borges decir que lo rescatable de su obra se reduce a una línea. No lo dice textualmente; lo estoy interpretando. Pero mi rápido intercambio de mensajes con Hilda Saray activó esta neurona. Puedo hacerme el "interesante" con una línea. Puedo leer una y otra vez El inmortal y beber dos botellas de vino mientras hablo por teléfono con Alejandra Camacho o Carlos Oliva. Puedo escuchar una y otra vez a Joan Manuel Serrat cantando: "Que Dios nos dé salud para poder beber". Puedo pasar diez días sin bañarme, treinta días sin comer, siete años sin trabajar; tomar un taxi a Garibaldi y batirme a golpes con un asesino de pacotilla, regresar a rastras, después de aventarme otro tiro, ahora con la policía, y dormir entre sangre y sudor, cerveza y árnica. Puedo aventarme por la ventana sin caer encima de Artemio, el hijo de Carlos Oliva. Y así como Carlos Oliva insistió durante un año en que yo abriera un blog, y después se tardó otro año en abrir el suyo, estoy tratando de convencer a Hilda Saray de que abra uno.
Las locutoras deberían ser más conscientes de lo importantes que son para nosotros, saber que son nuestras musas, que se meten a nuestra imaginación por los oídos y te baten los sesos, te sacuden las entrañas, te mueven el tapete y te conmueven, no se involucran nunca realmente, son pura idealidad, y así deben ser y seguir siendo; leer uno o dos libros a la semana, además de los diarios y las revistas que le pagan treinta veces más al enviado que al corresponsal. Deben hacer una hora de ejercicio al día, ser accesibles, responder por teléfono y hacer declaraciones, insinuaciones, promesas y amenazas de amor. Deben acudir a tu llamado y seguir siendo, con la caricia de su voz, una contradicción irremediable.
-Esperas mucho de nosotras; pides demasiado.
-Yo no pido, carajo, exijo. Y no tolero decepciones.
-Hilda es una mujer muy preparada, Iván, así que mejor habla con ella... para que también te mande olímpicamente a la chingada. Y si tienes dinero para vino, págate un sicoanalista. No vuelvas a llamarme.
Las locutoras deberían entender que... zzzzzzzzhhh.
(Woody Allen dixit).